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“Me permití un año de romance fogoso y clandestino"
Jueves, 5 de octubre de 2023

El severo matriarcado familiar que aniquiló su sueño de ser actriz. Su afición al box. El “durísimo” bullying escolar. Los días de trabajo en los hospitales. Las memorias de sus amores. El particular vínculo con su primer marido: Él fue el pasaporte

Roccasalvo (65) acepta el desafío de alejarse, al menos por un rato, de cuestiones de rating, cruces ya históricos, una posible presidencia de APTRA y, en definitiva, 33 años de “obsesiones” profesionales, para recorrer en crudo esas “tantas versiones de mí” que ha sido hasta aquí. Como argumentará: la niña que caminaba las calles de Barracas soñando con la fama; la actriz despedazada por la opresión materna; la adolescente que supo escapar del machismo familiar; y la mujer que nunca dejará de ser deseada, deseante y “orgullosamente autogestionada”.

Toda memoria parece haber nacido en aquel comedor diario de cara a la calle Olavarría. Sobre y alrededor de una “larguísima” mesa que terminaba frente al televisor, como si el aparato marcase el latido de la vida familiar. “Que lo apagasen era el peor de los castigos que podía recibir”, recuerda. “Me crié mirando a Pinky (Lidia Satragno, 1925-2022), Silvio Soldán (88) y Pipo Mansera (1930-2011), todavía sin saber que serían mis grandes maestros”. Pero la mayor fascinación usaba guantes. Susana es fanática del box y se lo debe al “riguroso ritual” de los fines de semana de su infancia. “Decenas de cosas dulces sobre un prolijo mantel. La casa totalmente a oscuras. Y un sacro silencio”, describe. “Sólo así se veían las peleas en cualquier ring. Entonces, en determinado momento, papá, que tenía buen ojo para ese deporte, decía: ´Dos rounds y se termina´. Yo sufría, porque de eso dependía que mis tíos y mis primos se fueran de casa”, cuenta respecto del fin de esas veladas tan a la suerte de Nicolino Locche (1939-2005) o de Carlos Monzón (1942-1995).

Dice haber sido feliz, aún, entre las sombras de un trauma que tardó en soltarla. “A los tres años, mamá notó que uno de mis ojos se desviaba. Y así empezó un largo peregrinaje por el consultorio de cuanto oftalmólogo existiese en la Ciudad de Buenos Aires”, relata. “Mientras tanto decidieron cambiarme del exigente Normal Nº5 General Don Martín Miguel de Güemes, al Instituto Santa Felicitas de San Vicente de Paul, un colegio, digamos, más tranquilo. Y, por ejemplo, ya no me dejaron tomar clases de inglés por las tardes. Porque ese equipo, que terminó de conformarse con un neurólogo y un psicólogo, confió en que bajando la presión de las tareas, mi vista mejoraría. Y no se equivocaron”, cuenta.

Así, Susana esquivó la cirugía planeada para sus 10, pero ya no pudo hacerlo 20 años después. “A partir de los 30, tuve cinco operaciones y un láser de urgencia en 2018, cuando comencé a ver manchas negras y estuve a minutos del desprendimiento de retina”, suma sobre “el inevitable estigma de todos los Roccasalvo: dientes perfectos y vista vulnerable”. Fue entonces que descubrieron el origen de la patología: “Entre los tres y los cuatro tuve tos convulsa y esos esfuerzos lógicos del reflejo, afectaron mis nervios ópticos”.

Pero de regreso a esos patios escolares, recuerda “el martirio” que representaban el estrabismo, la consecuente hipermetropía y el debido uso de anteojos. “Hoy le llamaríamos bullying a todo eso que viví”, dispara. “Fue durísimo. Los chicos eran realmente crueles conmigo y me habían convertido en el centro de todas las burlas”.


     
 
 

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